lunes, 14 de junio de 2010
Something...
Nuestras manos hicieron contacto una nueva vez, pero hoy es distinto, hoy los sentimientos yacen en cada mirada, cada sonrisa, cada palabra. Una corriente recorrió mi cuerpo, por mi espina dorsal hasta mis talones, provocándome un pequeño escalofrío. Esto es algo nuevo, nuevo que me llena de ganas de volver a amar, de volver a sentir afecto, nuevo que me lleva a la locura. Sus ojos penetraban en los míos, recorrieron mi rostro, se centraron en mis labios. Con un paso inconsciente nuestros labios se juntaron por primera vez. La sensación era de calidez y suavidad, sus manos tomaron mi espalda, las mías juguetearon con su pelo húmedo. Quite su polera lentamente, llenando de pequeños besos su cuello y pecho. Él solo se dejaba llevar. Disfrutaba cada segundo, cada maldito segundo sus caricias, besé sus labios una segunda vez, su lengua inspeccionaba mi boca con suma delicadeza, a la vez que yo hacia el mismo acto. Mi cuerpo se apego al suyo, su calor me completo. Su mirada no me quitaba de encima, mis ojos no lo perdían de vista. Apoye mi cabeza en su hombro dejándome libremente a él. Besó mi cuello de la misma manera en que yo lo había hecho abriendo paso a nuevas sensaciones. Sentí su cabeza apoyada en la mía, besándola, bajando a mi nódulo y nuevamente a mis labios. Aquí, ahora, es donde vuelvo a creer, donde vuelvo a querer, donde vuelvo a depender, donde vuelvo a sentir el amor.
martes, 22 de diciembre de 2009
Siete cuentos de horror y suspenso
1.- La Máscara de la Muerte Roja.
Durante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del interior.
La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la "Muerte Roja".
Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde tuvo efecto. Eran siete, en un hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par,de modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era distinto, como se podía esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto diferente.
A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran púrpuras. El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no correspondía al del decorado.
Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara no candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminada la sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.
Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines tenían valor para pisar su mágico recinto.
También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el circuito de la esfera e iba asonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro, estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.
Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente, pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos dela hora desaparecida, cuando llegaba una nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo sueño febril.
Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda. Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro. Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo, era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.
En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas. Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha visto en "Hernani". Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.
Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de bello, mucho de lo licencioso, mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud-la pesadilla- contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la música pareciera el eco de sus propios pasos.
De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y una vez más, la música suena, vive en los ensueños.
De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va trascurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color sangre, y la oscuridad de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más apartadas.
Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines. Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego, finalmente, el terror, el pavor y el asco.
En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan de tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.
La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y,sin embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la "Muerte Roja". Sus vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se encontraban salpicadas con el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco. pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.
-¿Quién se atreve -preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que sepamos quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!
Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.
Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el intruso, que, en el instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano a él para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.
Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuanto ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre a fúnebre alfombra, en la cual, acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.
Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el sudario y la máscara de cadáver que había aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma tangible alguna.
Y, entonces, reconocieron la presencia de la "Muerte Roja". Había llegado como un ladrón en la noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.
Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la "Muerte Roja" tuvieron sobre todo aquello ilimitado dominio.
Durante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a ésta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora.
Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos. Decidieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior e impedir toda salida a los frenesíes del interior.
La abadía fue abastecida copiosamente. Gracias a tales precauciones los cortesanos podían desafiar el contagio. El mundo exterior, que se las compusiera como pudiese. Por lo demás, sería locura afligirse o pensar en él. El príncipe había provisto aquella mansión de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la "Muerte Roja".
Ocurrió a fines del quinto o sexto mes de su retiro, mientras la plaga hacía grandes estragos afuera, cuando el príncipe Próspero proporcionó a su millar de amigos un baile de máscaras de la más insólita magnificencia.
¡Qué voluptuoso cuadro el de ese baile de máscaras! Permítaseme describir los salones donde tuvo efecto. Eran siete, en un hilera imperial. En muchos palacios estas hileras de salones constituyen largas perspectivas en línea recta cuando los batientes de las puertas están abiertos de par en par,de modo que la mirada llega hasta el final sin obstáculo. Aquí, el caso era distinto, como se podía esperar por parte del duque y de su preferencia señaladísima por lo bizarre. Las salas estaban dispuestas de modo tan irregular que la mirada solamente podía alcanzar una cada vez. Al cabo de un espacio de veinte o treinta yardas encontrábase una súbita revuelta, y en cada esquina, un aspecto diferente.
A derecha e izquierda, en medio de cada pared, una alta y estrecha ventana gótica comunicaba con un corredor cerrado que seguía las sinuosidades del aposento. Cada ventanal estaba hecho de vidrios de colores que armonizaban con el tono dominante de la decoración del salón para el cual se abría. El que ocupaba el extremo oriental, por ejemplo, estaba decorado en azul, y los ventanales eran de azul vivo. El segundo aposento estaba ornado y guarnecido de púrpura, y las vidrieras eran púrpuras. El tercero, enteramente verde, y verdes sus ventanas. El cuarto, anaranjado, recibía la luz a través de una ventana anaranjada. El quinto, blanco, y el sexto violeta. El séptimo salón estaba rigurosamente forrado por colgaduras de terciopelo negro, que revestían todo el techo y las paredes y caían sobre un tapiz de la misma tela y del mismo color. Pero solamente en este aposento el color de las vidrieras no correspondía al del decorado.
Los ventanales eran escarlata, de un intenso color de sangre. Ahora bien: no veíase lámpara no candelabro alguno en estos siete salones, entre los adornos de las paredes o del techo artesonado. Ni lámparas ni velas; ninguna claridad de esta clase, en aquella larga hilera de habitaciones. Pero en los corredores que la rodeaban, exactamente enfrente de cada ventana, levantábase un enorme trípode con un brasero resplandeciente que proyectaba su claridad a través de los cristales coloreados e iluminada la sala de un modo deslumbrante. Producíase así una infinidad de aspectos cambiantes y fantásticos.
Pero en el salón de poniente, en la cámara negra, la claridad del brasero, que se reflejaba sobre las negras tapicerías a través de los cristales sangrientos, era terriblemente siniestra y prestaba a las fisonomías de los imprudentes que penetraban en ella un aspecto tan extraño, que muy pocos bailarines tenían valor para pisar su mágico recinto.
También en este salón erguíase, apoyado contra el muro de poniente, un gigantesco reloj de ébano. Su péndulo movíase con un tictac sordo, pesado y monótono. Y cuando el minutero completaba el circuito de la esfera e iba asonar la hora, salía de los pulmones de bronce de la máquina un sonido claro, estrepitoso, profundo y extraordinariamente musical, pero de un timbre tan particular y potente que, de hora en hora, los músicos de la orquesta veíanse obligados a interrumpir un instante sus acordes para escuchar el sonido. Los valsistas veíanse forzados a cesar en sus evoluciones.
Una perturbación momentánea recorría toda aquella multitud, y mientras sonaban las campanas notábase que los más vehementes palidecían y los más sensatos pasábanse las manos por la frente, pareciendo sumirse en meditación o en un sueño febril. Pero una vez desaparecía por completo el eco, una ligera hilaridad circulaba por toda la reunión. Los músicos mirábanse entre sí y reíanse de sus nervios y de su locura, y jurábanse en voz baja unos a otros que la próxima vez que sonaran las campanadas no sentirían la misma impresión. Y luego, cuando después de la fuga de los sesenta minutos que comprenden los tres mil seiscientos segundos dela hora desaparecida, cuando llegaba una nueva campanada del reloj fatal, se producía el mismo estremecimiento, el mismo escalofrío y el mismo sueño febril.
Pero, a pesar de todo esto, la orgía continuaba alegre y magnífica. El gusto del duque era muy singular. Tenía una vista segura por lo que se refiere a colores y efectos. Despreciaba el decora de moda. Sus proyectos eran temerarios y salvajes, y sus concepciones brillaban con un esplendor bárbaro. Muchas gentes lo consideraban loco. Sus cortesanos sabían perfectamente que no lo era. Sin embargo, era preciso oírlo, verlo, tocarlo, para asegurarse de que no lo estaba.
En ocasión de esta gran fête, había dirigido gran parte de la decoración de los muebles, y su gusto personal había dirigido el estilo de los disfraces. No hay duda de que eran concepciones grotescas. Era deslumbrador, brillante. Había cosas chocantes y cosas fantásticas, mucho de lo que después se ha visto en "Hernani". Había figuras arabescas, con miembros y aditamentos inapropiados.
Delirantes fantasías, atavíos como de loco. Había mucho de bello, mucho de lo licencioso, mucho de lo bizarre, algo de lo terrible y no poco de lo que podría haber producido repugnancia. De un lado a otro de las siete salas pavoneábase una muchedumbre de pesadilla. Y esa multitud-la pesadilla- contorsionábase en todos sentidos, tiñéndose del color de los salones, haciendo que la música pareciera el eco de sus propios pasos.
De pronto, repica de nuevo el reloj de ébano que se encuentra en el salón de terciopelo. Por un instante queda entonces todo parado; todo guarda silencio, excepto la voz del reloj. Las figuras de pesadilla quédanse yertas, paradas. Pero los ecos de la campana se van desvaneciendo. No han durado sino un instante, y, apenas han desaparecido, una risa leve mal reprimida se cierne por todos lados. Y una vez más, la música suena, vive en los ensueños.
De un lado a otro, retuércense más alegremente que nunca, reflejando el color de las ventanas distintamente teñidas y a través de las cuales fluyen los rayos de los trípodes. Pero en el salón más occidental de los siete no hay ahora máscara ninguna que se atreva a entrar, porque la noche va trascurriendo. Allí se derrama una luz más roja a través de los cristales color sangre, y la oscuridad de las cortinas teñidas de negro es aterradora. Y a los que pisan la negra alfombra llégales del cercano reloj de ébano un más pesado repique, más solemnemente acentuado que el que hiere los oídos de las máscaras que se divierten en las salas más apartadas.
Pero en estas otras salas había una densa muchedumbre. En ellas latía febrilmente el corazón de la vida. La fiesta llegaba a su pleno arrebato cuando, por último, sonaron los tañidos de medianoche en el reloj. Y, entonces, la música cesó, como ya he dicho, y apaciguáronse las evoluciones de los danzarines. Y, como antes, se produjo una angustiosa inmovilidad en todas las cosas. Por esto ocurrió tal vez, que, con el mayor tiempo, se insinuó en las meditaciones de los pensativos que se encontraban entre los que se divertían mayor cantidad de pensamientos. Y, quizá por lo mismo, varias personas entre aquella muchedumbre, antes que se hubiesen ahogado en el silencio los postreros ecos de la última campanada, habían tenido tiempo para darse cuenta de la presencia de una figura enmascarada que hasta entonces no había llamado la atención de nadie. Y al difundirse en un susurro el rumor de aquella nueva intrusión, se suscitó entre todos los concurrentes un cuchicheo o murmullo significativo de asombro y desaprobación. Y luego, finalmente, el terror, el pavor y el asco.
En una reunión de fantasmas como la que he descrito puede muy bien suponerse que ninguna aparición ordinaria hubiera provocado una sensación como aquélla. A decir verdad, la libertad carnavalesca de aquella noche era casi ilimitada. Pero el personaje en cuestión había superado la extravagancia de un Herodes y los límites complacientes, no obstante, de la moralidad equívoca e impuesta por el príncipe. En los corazones de los hombres más temerarios hay cuerdas que no se dejan de tocar sin emoción. Hasta en los más depravados, en quienes la vida y la muerte son siempre motivo de juego, hay cosas con las que no se puede bromear. Toda la concurrencia pareció entonces sentir profundamente lo inadecuado del traje y de las maneras del desconocido. El personaje era alto y delgado, y estaba envuelto en un sudario que lo cubría de la cabeza a los pies.
La máscara que ocultaba su rostro representaba tan admirablemente la rígida fisonomía de un cadáver, que hasta el más minucioso examen hubiese descubierto con dificultad el artificio. Y,sin embargo, todos aquellos alegres locos hubieran soportado, y tal vez aprobado aquella desagradable broma. Pero la máscara había llegado hasta el punto de adoptar el tipo de la "Muerte Roja". Sus vestiduras estaban manchadas de sangre, y su ancha frente, así como sus demás facciones, se encontraban salpicadas con el horror escarlata.
Cuando los ojos del príncipe Próspero se fijaron en aquella figura espectral (que con pausado y solemne movimiento, como para representar mejor su papel, pavoneábase de un lado a otro entre los que bailaban), se le vio, en el primer momento, conmoverse por un violento estremecimiento de terror y de asco. pero, un segundo después, su frente enrojeció de ira.
-¿Quién se atreve -preguntó con voz ronca a los cortesanos que se hallaban junto a él-, quién se atreve a insultarnos con esta burla blasfema? ¡Apoderaos de él y desenmascararse, para que sepamos quién hemos de ahorcar en nuestras almenas al salir el sol!
Ocurría esto en el salón del Este, o cámara azul, donde hallábase el príncipe Próspero al pronunciar estas palabras. Resonaron claras y potentes a través de los siete salones, pues el príncipe era un hombre impetuoso y fuerte, y la música había cesado a un ademán de su mano.
Ocurría esto en la cámara azul, donde hallábase el príncipe rodeado de un grupo de pálidos cortesanos. Al principio, mientras hablaba, hubo un ligero movimiento de avance de este grupo hacia el intruso, que, en el instante, estuvo también al alcance de sus manos, y que ahora, con paso tranquilo y majestuoso, acercábase cada vez más al príncipe. Pero por cierto terror indefinido, que la insensata arrogancia del enmascarado había inspirado a toda la concurrencia, nadie hubo que pusiera mano a él para prenderle, de tal modo que, sin encontrar obstáculo alguno, pasó a una yarda del príncipe, mientras la inmensa asamblea, como obedeciendo a un mismo impulso, retrocedía desde el centro de la sala hacia las paredes, él continuó sin interrupción su camino, con aquel mismo paso solemne y mesurado que le había distinguido desde su aparición, pasando de la cámara azul a la purpúrea, de la purpúrea a la verde, de la verde a la anaranjada, de ésta a la blanca, y llegó a la de color violeta antes de que se hubiera hecho un movimiento decisivo para detenerle.
Sin embargo, fue entonces cuando el príncipe Próspero, exasperado de ira y vergüenza por su momentánea cobardía, se lanzó precipitadamente a través de las seis cámaras, sin que nadie lo siguiera a causa del mortal terror que de todos se había apoderado. Blandía un puñal desenvainado, y se había acercado impetuosamente a unos tres o cuatro pies de aquella figura que se batía en retirada, cuanto ésta, habiendo llegado al final del salón de terciopelo, volvióse bruscamente e hizo frente a su perseguidor. Sonó un agudo grito y la daga cayó relampagueante sobre a fúnebre alfombra, en la cual, acto seguido, se desplomó, muerto, el príncipe Próspero.
Entonces, invocando el frenético valor de la desesperación, un tropel de máscaras se precipitó a un tiempo en la negra estancia, y agarrando al desconocido, que manteníase erguido e inmóvil como una gran estatua a la sombra del reloj de ébano, exhalaron un grito de terror inexpresable, viendo que bajo el sudario y la máscara de cadáver que había aferrado con energía tan violenta no se hallaba forma tangible alguna.
Y, entonces, reconocieron la presencia de la "Muerte Roja". Había llegado como un ladrón en la noche, y, uno por uno, cayeron los alegres libertinos por las salas de la orgía, inundados de un rocío sangriento. Y cada uno murió en la desesperada postura de su caída.
Y la vida del reloj de ébano extinguióse con la del último de aquellos licenciosos. Y las llamas de los trípodes se extinguieron. Y la tiniebla, y la ruina, y la "Muerte Roja" tuvieron sobre todo aquello ilimitado dominio.
viernes, 18 de diciembre de 2009
4 o'Clock
4 o'Clock
4 o'Clock
Never let me sleep
I close my eyes and pray
For the garish light of day
Like a frightened child I run
From the sleep that never comes
4 o'Clock
4 o'Clock
Out of bed I creep
To climb this tower of shame
But the hour's still the same
Only madness knows my name
At 4 o'Clock
4 o'Clock
4 o'Clock
Never let me sleep
I close my eyes and pray
For the garish light of day
Like a frightened child I run
From the sleep that never comes
4 o'Clock
4 o'Clock
Out of bed I creep
To climb this tower of shame
But the hour's still the same
Only madness knows my name
At 4 o'Clock
Why can we never go back to bed?
Whose is the voice ringing in my head?
Where is the sense in these desperate dreams?
Why should I wake when I'm half past dead?
Sure as the clock keeps its steady chime
Weak as I walk to its steady rhyme
Ticking away from the ones we love
So many girls, so little time
Why can we never go back to bed?
Whose is the voice ringing in my head?
Where is the sense in these desperate dreams?
Why should I wake when I'm half past dead?
4 o'Clock
4 o'Clock
Never let me sleep
I close my eyes and pray
For the garish light of day
Like a frightened child I run
From the sleep that never comes
4 o'Clock
4 o'Clock
Out of bed I creep
To climb this tower of shame
But the hour's still the same
Only slumber never came
Only madness knows my name
At 4 o'Clock
Why can we never go back to bed?
Whose is the voice ringing in my head?
Where is the sense in these desperate dreams?
Why should I wake when I'm half past dead?
Sure as the clock keeps its steady chime
Weak as I walk to its steady rhyme
Ticking away from the ones we love
So many girls, so little time
Why can we never go back to bed?
4 o'Clock
Never let me sleep
I close my eyes and pray
For the garish light of day
Like a frightened child I run
From the sleep that never comes
4 o'Clock
4 o'Clock
Out of bed I creep
To climb this tower of shame
But the hour's still the same
Only madness knows my name
At 4 o'Clock
4 o'Clock
4 o'Clock
Never let me sleep
I close my eyes and pray
For the garish light of day
Like a frightened child I run
From the sleep that never comes
4 o'Clock
4 o'Clock
Out of bed I creep
To climb this tower of shame
But the hour's still the same
Only madness knows my name
At 4 o'Clock
Why can we never go back to bed?
Whose is the voice ringing in my head?
Where is the sense in these desperate dreams?
Why should I wake when I'm half past dead?
Sure as the clock keeps its steady chime
Weak as I walk to its steady rhyme
Ticking away from the ones we love
So many girls, so little time
Why can we never go back to bed?
Whose is the voice ringing in my head?
Where is the sense in these desperate dreams?
Why should I wake when I'm half past dead?
4 o'Clock
4 o'Clock
Never let me sleep
I close my eyes and pray
For the garish light of day
Like a frightened child I run
From the sleep that never comes
4 o'Clock
4 o'Clock
Out of bed I creep
To climb this tower of shame
But the hour's still the same
Only slumber never came
Only madness knows my name
At 4 o'Clock
Why can we never go back to bed?
Whose is the voice ringing in my head?
Where is the sense in these desperate dreams?
Why should I wake when I'm half past dead?
Sure as the clock keeps its steady chime
Weak as I walk to its steady rhyme
Ticking away from the ones we love
So many girls, so little time
Why can we never go back to bed?
lunes, 23 de noviembre de 2009
Do you wanna know why is so hard be happy?
'Cause sometimes when you're happy, it make some people unhappy. They give you cheers and congrats, but inside they just want to hurt or disappear.
I just want to be happy with the people that I love... but I can't. If one of they is glad, the other is sad. Sorry I can't make a perfect world, I can't be in two places in the same time. I have to break a heart to make a perfect life... I won't.
'Cause sometimes when you're happy, it make some people unhappy. They give you cheers and congrats, but inside they just want to hurt or disappear.
I just want to be happy with the people that I love... but I can't. If one of they is glad, the other is sad. Sorry I can't make a perfect world, I can't be in two places in the same time. I have to break a heart to make a perfect life... I won't.
Marie Anne
Una noche saturada de demencia.
El suave resplandor de aquel cuerpo celeste
Se posaba, su aspecto lúgubre,
Terso, lúgubre valle de angustias.
Mi interior repleto de vacío,
Vacío como el alma de estas marionetas
Vagantes en este mundo partido,
Opacando aun más lo que vieras.
Tú, tétrica figura emponzoñada
Escucha mis suplicas delirantes,
Amame desde el abismo que te encuentres
Hasta que mi dulce agonía me matara.
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lunes, 19 de octubre de 2009
jueves, 8 de octubre de 2009
MyPollux, Emilie Autumn, My Chemical Romance
Algunas de las bandas que simplemente me encantan, aún que falta una esencial aquí, Leathermouth. Y otras más, pero no son tan "relevantes" o no han influido tanto en mi como estas, a pesar de que MyPollux lo descubrí hace muy muy poco y caí en sus melodías como un bebé en el regazo de su madre.
Quizás, para algunos, esto puede parecer obsesivo, para otros tontería, para otros nada o simplemente una estúpidez... No me importa lo que piensen, solo se que para mi esta banda me ha hecho cambiar y honestamente salvó mi vida, quizás no algo tan literal, pero me ha ayudado a superar grandes cosas, cuando escucho sus canciones veo en cada una partes de mi y mi vida retratadas, canciones que me han hecho llorar, saltar, gritar, incluso bailar, aún que parezca raro. Siento que les debo muchas cosas, que debo decirles muchas cosas, pero no se puede, no directamente, y se que la única manera de seguir agradeciendoles es siguiendolos, apoyandolos en altos y bajos, nunca dejarlos de lados, a pesar de la distancia, que es lo mínimo. Qué más podría decir? Ellos son como un todo para mi, no se pueden encontrar las palabras indicadas para expresarlo. Lo único que puedo decir es... Gracias, gracias a Gerard, Ray, Frank, Mikey, Bob y Matt - aún que ya no forme parte de ellos - a kilometros de distancia les agradezco por salvarme, independientemente si lo saben o no.
... our memories blanket us with friends we know, like fallout vapor steel corpses stretch out towards an ending sun, scorched and black it reaches in and tears your flesh apart, as ice cold hands rip into your heart...
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